La pareja se encontraba entre los
vecinos que buscaban enterarse del chime del día, no era nada más relevante que
un par de mascotas perdidas. Nadie sabía a quién le pertenecían las dos aves,
sin embargo a algunos les resultaba cómica la forma en que se encontraban en la
piscina de unos de los vecinos como si ese fuera su hogar, otros estaban más
preocupados por que no fueran a escapar sin que sus dueños los encontraran.
Al no tener ninguna relación ni
aporte necesario, la pareja dejó el lugar. Él era un hombre alto, alrededor de
1.75, delgado, piel morena y con un poco de barba descuidada como su peinado.
Ella era más baja, de 1.58, delgada y piel clara, cabello corto hasta la mitad
del cuello. Mientras ella veía su celular, él veía hacia enfrente distraídamente
mientras fumaba; estaban de camino a su casa después de un día largo de
trabajo.
A dos calles de donde las aves
habían sido encontradas, los dos entraron a su pequeño departamento. Todavía la
luz del día lo iluminaba, aunque las cortinas a penas permitían la entrada de
la luz y su hijo no había encendido las luces de la cocina o la sala,
seguramente se encontraba en su habitación haciendo tarea. Últimamente no
habían tenido tiempo de salir de fin de semana, ella porque estaba ocupada con
temas de su trabajo, haciendo que incluso llegara tarde esos días o estuviera
demasiado cansada para algo, y él porque estaba sufriendo con un nuevo jefe que
no dejaba a nadie trabajar como lo habían estado haciendo desde antes.
Al final del día, cenaron cada
uno haciendo sus cosas e ignorando la televisión.
Después de arreglarse para su día
de trabajo, el hombre fue al cuarto de su hijo a despertarlo, sin embargo el
cuarto ya estaba vacío. Su esposa estaba abriendo la puerta para marcharse
cuando le preguntó por el pequeño.
“Tiene un rato que salió hacia la
escuela, adiós.” Con la seca respuesta, ella también dejó la casa sin comentar
nada más.
El niño ya tenía once años, tenía
un año yendo por si solo a la escuela ya que esta se encontraba a solamente
tres calles de su casa. Al inicio no les había gustado la idea de que lo hiciera,
era peligroso y ambos no podían estar tranquilos, si se lo permitieron fue
porque su vecina que vivía en el piso inferior llevaba a su hija a la misma
escuela, así que le pedían decirles si lo había visto llegar bien.
Era un niño tranquilo, centrado e
independiente, sabía que sus padres lo amaban aunque se encontraran ocupados,
por eso quería aligerar su carga al irse por sí solo, de esa forma ambos no
tendrían que estar corriendo de la escuela al trabajo, aunque obviamente no
consideró el temor de ambos porque algo malo le fuera a ocurrir en el trayecto.
No tanto si iba o no a la escuela.
El padre no había podido hablar
con su hijo desde el día anterior, de pronto sintió que probablemente tenía más
días en que no había intercambiado palabras con él que no fueran banales. Algo
dentro de él pareció removerse, quería pensar que era inquietud sin
fundamentos, sin embargo prefirió resolverlos en ese momento, si era posible.
Con eso en mente, caminó con
presura hacia la escuela después de llamar a su vecina y que esta le contestara
que no lo había visto. La campana estaba por sonar, los últimos niños llegaban
corriendo junto a sus padres así que aprovechó para entrar y preguntar a los
profesores. Lo habían visto el día anterior, sin embargo ese día no estaba en
su salón.
Dejó el edificio de la escuela
con la mente ya revuelta, ahora la preocupación mordía sus entrañas más que
nunca, sabía que algo andaba mal sin poder descifrar qué era. En eso estaba
pensando, a punto de llegar a la puerta, cuando se encontró de frente con su
esposa que lo observó con la misma sorpresa que él debería estar mostrando.
—¿Qué pasó? ¿No estabas de camino
a tu trabajo? —le preguntó él, notando como se ponía nerviosa. Sabía que así estaba
cuando pasaba su cabello detrás de su oreja a pesar de que este no había dejado
de estar ahí.
—Sí… es que… accidentalmente me
traje su almuerzo, venía a cambiarlo…
Fue como si el mundo se hubiera detenido
por completo, a su lado pasaban los niños y los adultos como manchas borrosas,
tenía sus ojos fijos en la sonrisa forzada de su esposa. Se mantuvo en silencio,
no trataba de entender la situación, únicamente notó como todo alrededor se
veía sin vida, sin colores.
—Ah… está bien… —sin decir nada
más, caminó de nuevo hacia la puerta de salida.
El mundo volvió a su velocidad
normal, todo el ruido pareció regresar de golpe, sintió como la gente se movía
frente a él sin ningún cambio, aunque para él todo era diferente. La ciudad en
donde tenía viviendo doce años nunca le había parecido tan gris. Se sintió
confundido hasta que la última frase que recordaba salir de la boca de su
pequeño le llegó a la memoria.
—Papá… creo que los colores ya no
existen.
En ese momento, sin prestarle mucha
atención, le había dado un par de billetes diciéndole que se comprara unos
nuevos. Qué gran estupidez y qué mal padre era.
Esta vez corrió. Su instinto ahora
le estaba gritando, imaginaba dónde podía estar su hijo, rezaba porque de verdad
estuviera ahí y todavía pudiera enmendar sus errores. Ya no le preocupaba lo
tarde que ya era, que solo tenía veinte minutos para llegar a su trabajo, ni siquiera
logró hacer más que enviarle un mensaje a uno de sus compañeros para pedirle
que lo disculpara con el resto porque tenía un situación familiar.
Llegando al supermercado, tomó el
camino hacia la zona de papelería, no le sorprendió ver a más de veinte personas
rondando el pasillo donde los colores, plumones y todo lo colorido estaba en
venta. Sus ojos solamente tenían un objetivo, y al encontrarlo lo hicieron
suspirar de alivio.
Caminó hacia su hijo, se veía tan
menudo en medio de tantos adultos enfocados en sus propios problemas. Tenía en
sus manos una caja de treinta y seis colores, se veían sus ojos brillantes y
húmedos, al sentir la mano en su hombro que lo hizo voltear y alejarse del
resto, todo su control pareció quebrarse como la ligera capa de hielo que cubría
los parabrisas de los coches cuando hacía frío.
—Papá, ya no puedo ver los
colores, —dijo antes de abrazarse al cuello de su padre cuando este se hincó
frente a él, las lagrimas por fin se desbordaron, el miedo se apoderó de él.
—Lo sé, yo lo sé. —Acarició sus
cabellos mientras le besaba la coronilla, lo volvió a sentir como el pequeño
niño que cada que se tropezaba lloraba, el que había llorado cuando uno de sus
juguetes se había perdido. Y lo entendía, él tampoco podía verlos ya.
Paseó su vista por los objetos de
los estantes, quedándose en las cajas de plumones para pizarrón que tenía a su
lado derecho, sabía cómo debían lucir, sin embargo solamente podía ver los azules
y los rojos.
Nunca había escuchado de ese tipo
de padecimiento, no sabía si los dos habían estado expuestos a algo que los
había dejado de esa forma, o si se trataba de alguna nueva enfermedad de la que
no se había hablado. Podía intuir que todos los que estaban ahí, no lo hacían
porque los colores estuvieran de moda o en oferta, debía ser porque también
habían perdido la percepción de estos y tampoco conocían la causa.
—Encontré esto, —su pequeño
volvió a hablar después de que había detenido sus sollozos, entregándole la
caja de colores que tenía un papel pegado con cinta adhesiva que decía: “Si
estos colores le parecen repetitivos o no son los que debería ver, llámenos por
favor.”
—Es perfecto, vamos.
Tomándolo de la mano, lo llevó a
las cajas a pagar por la caja de colores a la que se seguía aferrando. Una vez
fuera del establecimiento llamó al número, y con una rápida explicación de su
situación, le dieron la dirección del consultorio al que debía dirigirse.
Tomaron un taxi, en el trayecto
el hombre logó contactar con su jefe para explicarle que estaba en una emergencia
médica, aunque al inicio el jefe no pareció creerle, le pidió que le llevara el
comprobante al siguiente día si no quería perder un día de su salario.
El consultorio se encontraba en
una torre de oficinas y consultorios. Después de registrar su entrada, tomaron
el elevador y se dirigieron al que buscaban, su hijo sin soltarlo ni un segundo,
como tampoco había guardado su caja de colores en la mochila que ahora su padre
cargaba.
El médico dio una corta
presentación antes de volver a preguntar por el momento en que se habían dado
cuenta que los colores había cambiado.
—Fue hace tres días, —comenzó el
niño con permiso de su padre—. Estábamos en la sala cenando y viendo una
película, yo estaba dibujando algo de mi tarea cuando el celular de mamá sonó,
ella se levantó diciendo que era del trabajo, pasó atrás de donde estaba
sentado y me pisó… pero ella no lo sintió, no me dijo nada y solo salió.
>>No me dolió mucho, pero otras
veces se disculpaba y se portaba como si hubiera sido algo peor, pero esa vez
ni siquiera pareció importarle. Mi papá seguía viendo la tele, no había notado
nada así que seguí con mi dibujo pero este ya no tenía el color que había querido
darle, no me gustó así que lo arrugué y me fui a mi cuarto a hacerlo de nuevo…
pero por más que lo intentara, ya no lograba que se viera bien. —Miró a su padre,
los ojos llorosos de nuevo, por lo que él le pasó la mano sobre el cabello y gesticuló
“lo siento tanto”—. Después de que comprobara con mis amigos de la escuela que
solo a mí me estaba pasando, me asusté y ese día le dije a mi papá, pero me
dijo que comprara nuevos colores, y eso quise hacer pero ninguno se veía como
debía…
Esta vez ya no lloró tanto, se
mantuvo dentro del abrazo de su pare mientras este le narraba al doctor la
forma en que le había pasado a él, de como todo se había vuelto gris desde
antes aunque no lo había notado hasta ese día. Con eso, el doctor decidió
explicarles lo que sabía de su condición.
No se trataba de un trastorno neurológico
o ocular, todo se trataba de una afección psicológica que había descubierto
desde hace siete meses. Desde su descubrimiento se hicieron todo tipo de
estudios a los que lo sufrían hasta llegar a esa conclusión. Los motivos
siempre se resumían en uno: los afectados se dieron cuenta de que una persona
muy cercana a ellos les estaba mintiendo.
Se trataba de una mentira mayor
de lo que querían reconocer, una mentira que no habrían podido notar si no se
les hubiera presentado la afección de los colores, una mentira que habrían
deseado no notar, sin embargo necesitaban resolverla, aun si significaba perder
la confianza sobre esa persona, si significaba tener que alejarse de esa
persona.
El psicólogo extrajo una caja que
contenía quinientos lápices de colores, todos dispuestos en un círculo marcando
los gradientes de color perfectamente. Con esto le pidió al niño que extrajera los
lápices que todavía tenían color, siendo gradientes del azul, el verde y el
amarillo, los colores que mostró. Por su parte, su padre únicamente tomó los
tonos principales del rojo y el azul.
—Todavía estamos en la época de experimentación
y aprendizaje con esta aflicción —comentó el doctor mientras terminaba de
anotar los colores vistos por el par de padre e hijo—. También, antes de todo
esto, quisiera pedirle que firmara esta hoja. Es un acuerdo en el que nos
permite usar los datos que vayamos descubriendo, con fines de investigación.
>>Sus nombres y datos
personales se quedarán seguros, no los usaremos, únicamente usaremos los
resultados y avances, los comprobaremos con otros casos y sacaremos
conclusiones. Por eso necesito tener prueba fehaciente de que está de acuerdo.
El hombre leyó con cuidado el
papel que le entregó, lo analizó perfectamente antes de firmarlo, en su nombre
y en el de su hijo.
—El color azul está presente en
los dos, lo que nos indica una pérdida de atención o rechazo por parte de la
otra persona, en este caso su esposa y su mamá, —continuó con su explicación
después de guardar el papel—. El rojo está relacionado con el amor romántico y
carnal, usted posiblemente está dudando de este sentimiento en respecto a su
esposa. Por otro lado, el naranja y el amarillo están relacionados a la
felicidad e infancia, el que los puedas ver sin tantos gradientes como con el
azul, es indicación de que sientes que ya no eres feliz en tu entorno, que esa
frialdad de tu mamá está opacando todo, aunque ambos tratan de aferrarse a
esto.
>>No sé cuáles sean las circunstancias
o motivos, no conozco a su familiar como ustedes, sin embargo les recomiendo
repasen todo lo que ha sucedido desde un mes antes, de cuándo las cosas
comenzaron a cambiar. —El psicólogo dudó un poco antes de decir las siguientes
palabras—. No quiero sembrar dudas o teorías, pero analicen el uso del celular
de ella, cómo se comporta y qué hace cuando habla, mas les sugiero no fuercen
la situación, no revisen el celular de una persona sin su consentimiento, eso
es una falta a la privacidad grave. Antes de eso hagan muchos intentos por
hacerla hablar o síganla, si es necesario.
Después unas cuantas sugerencias
y advertencias más, el par partió del consultorio, recibiendo como próxima cita
la siguiente semana y un número al cuál contactar con el médico si los colores
que notaban disminuían o aumentaban.
“Saber que una persona que amas
te miente es doloroso, porque sientes que no te tiene confianza, porque
posiblemente es algo que te haría sentir mal, porque la otra persona no quiere
terminar algo en lo que se ha sentido cómoda, no quiere decepcionar; sin
embargo nunca nos damos cuenta de la carga tan pesada que es cargar con una
mentira. Pensamos en lo mal que sería que la otra persona descubriera por qué
mentía, no obstante, nunca contemplamos qué pasaría si la otra persona siente
la mentira sin saber de qué se trata.”
Descubrirlo será igual o más
doloroso, sin embargo es necesario para volverle a dar color a la vida, para
salir adelante, sea con o sin la persona que mintió; sea perdonando o no
perdonando la mentira y sus razones. Resolverlo tiene que involucrar a todas
las personas, y debe haber el deseo de resolverlo a pesar del miedo y la duda,
de la pérdida y la desconfianza.
Una mentira es una mentira, sea
blanca, negra o del color que sea. La confianza que se rompe cuando la descubren
es mucho más grande que la que se podría perder cuando hablas con la verdad
sobre algo que te avergüenza o lamentas. Una tiene enmendamiento, la otra difícilmente
lo logra.