La
noche está más cercana a terminar, pronto será momento de que te estires, bajes
y comiences la rutina diaria. Sin embargo, ese día no despertaste por el cielo
aclarándose, las actividades de otros iniciando o porque no quisieras dormir
más. Lo que te despertó fue lo que habías estado escuchando las noches
anteriores. Posiblemente dos semanas iban desde que el nerviosismo estaba entre
el grupo, solo bastaba una sombra para que todos salieran corriendo para huir
de las fauces de los demonios que los cazaban.
Con
todos tus sentidos muy atentos, escuchaste los jadeos de los demonios y notaste
sus sombras acercarse a tu refugio, el mismo que compartiste alguna vez con tu
pareja y tu hermano y rival, mismo que esa noche ocupaban otros veintisiete.
Todos despiertos por lo que a ti te quitó el sueño.
A
pesar de que una reja los separaba de los demonios de cuyas fauces se derramaba
la saliva cliente y cuyos ojos enloquecidos veían a cada uno de ustedes
mientras con la nariz parecían provocar que más saliva se produjera; todos se
alejaron de donde ellos veían, mordían y gruñían.
No
era la primera vez que se acercaban tanto, cada que afuera fallaba su caza y
que dejaban la primera puerta de defensa abierta, los demonios se paseaban
cerca, demostrando como se saboreaban su sangre y entrañas, aunque no lograban
alcanzarlos. Terminaban yéndose decepcionados y desesperados, maldiciendo con
la amenaza de que no estarían a salvo por siempre.
Como
esta noche.
En
la desesperación, hambre y perversión de los demonios, que no habían logrado
cazar nada por fuera, encontraron una zona débil de la reja que los
resguardaba. Uno por uno los viste entrar. Uno por uno comenzó a encajar sus
colmillo y garras en la piel de los jóvenes que no lograron correr a tiempo.
El
caos se levantó alrededor, los gritos te aturdían, el correr desesperado de
esas jóvenes almas que pedían ayuda, se atropellaban entre sí en medio del
pánico, terminaban estrellándose en las rejas, las paredes, los obstáculos.
Aleteaban sin cesar, corrían como podían en un espacio tan chico del que sabías
no podían huir.
La
sangre fluyó al desgarrar la piel, los huesos se quebraron dentro de las
poderosas mandíbulas de los demonios, pelos y restos volaron con el aleteo de
los que quedaban.
Decidiste
que no podías quedarte más, también te iban a atrapar. Aun viendo como aquellos
con los que peleaste, dormiste, escuchaste por tantos meses, se quedaban sin
aliento o eran devorados por completo por los demonios; saltaste e intentaste
huir.
Uno
de ellos te notó, no había dejado de vigilarte; cuando corriste, él corrió
detrás de ti. Tan rápido como tus piernas te lo permitían, huiste del demonio,
gritaste e intentaste defenderte cuando más cerca lo tuviste, sintiendo su
aliento mezclado con saliva y sangre sobre tu nuca. Hasta que te alcanzó.
Sus
zancadas eran mucho mayores que las tuyas, cuatro patas corren más rápido que
dos. Sus colmillos se clavaron en tu lomo, rasgando la piel de manera dolorosa.
Cuando su pesada garra quedó sobre donde había mordido la primera vez, usó sus
fauces para comenzar a arrancarte lo que cubría tu cuello.
Te
quedas inmóvil unos segundos llenos de dolor hasta que sientes el peso sobre tu
espalda aligerarse un poco, por lo que te mueves hasta que escapas. Vuelves a
correr, no sabes en qué parte estás o a dónde ir, sólo corres hasta que te cae
encima de nuevo.
Más
dolor, el miedo te hace sentir que tu corazón podría explotar en cualquier
momento junto a tus pulmones. Tu vista se nubla, tus oídos zumban, los gritos
de los demás casi no los escuchas ya. Estabas por darte por vencido cuando el
demonio te libera unos segundos para dar el tiro de gracia, sin embargo,
también es tu oportunidad.
Nuevamente
corres, más rápido que nunca, la adrenalina te evita darte cuenta del dolor,
aunque sientes el viento frío sobre tu cuello desnudo y tu espalda. Corres
hacia la puerta abierta, de ahí vienen ellos, pero también aparecen por ahí los
que por todo ese tiempo te han cuidado y alimentado. No obstante, en medio de
la oscuridad, todo está solo.
No
están los que te podrían haber protegido, no están los que te habrían curado.
Por eso no te detienes, corres, aunque ya no escuchas los jadeos del demonio.
Corres
y sigues corriendo, el entorno ya no lo reconoces, lo cual poco te importa si
significa dejar atrás a los demonios que ya debieron haber devorado a todos
pues ya no hay más gritos. Encuentras un espacio entre una enredadera, entras y
te encoges rogando porque no sigan tu rastro.
Te
duele la piel, te duele por dentro. El miedo no se va, los gruñidos de los
demonios, su olor, su aspecto están grabados en ti. No puedes cerrar los ojos
sin verlos, sin escucharlos a ellos y a las otras pobres almas que no pudieron
huir como tú, cuyos gritos de ayuda no fueron escuchados por nadie.
A
medida que la adrenalina abandona tu cuerpo, que el cansancio cobra su cuota
por la velocidad que alcanzaste, cuando el estrés de tu mente va cediendo,
aunque no se acaba; te dejas ir. Ya no quieres sentir más dolor, ya no quieres
tener más miedo, que cada pequeño sonido que escuchas te ponga alerta; ya no
quieres tener frío, ya no quieres estar cansado. Solo esperas que pronto te
encuentren, te alivien el dolor y te hagan sentir seguro. Solo quieres que todo
haya sido un mal sueño.
Esperas
mientras la llama de tu vida se va agotando, en soledad y oscuridad, con dolor
y tristeza. Nadie te salvó.
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