jueves, 12 de marzo de 2020

Lo siento


La noche está más cercana a terminar, pronto será momento de que te estires, bajes y comiences la rutina diaria. Sin embargo, ese día no despertaste por el cielo aclarándose, las actividades de otros iniciando o porque no quisieras dormir más. Lo que te despertó fue lo que habías estado escuchando las noches anteriores. Posiblemente dos semanas iban desde que el nerviosismo estaba entre el grupo, solo bastaba una sombra para que todos salieran corriendo para huir de las fauces de los demonios que los cazaban.

Con todos tus sentidos muy atentos, escuchaste los jadeos de los demonios y notaste sus sombras acercarse a tu refugio, el mismo que compartiste alguna vez con tu pareja y tu hermano y rival, mismo que esa noche ocupaban otros veintisiete. Todos despiertos por lo que a ti te quitó el sueño.
A pesar de que una reja los separaba de los demonios de cuyas fauces se derramaba la saliva cliente y cuyos ojos enloquecidos veían a cada uno de ustedes mientras con la nariz parecían provocar que más saliva se produjera; todos se alejaron de donde ellos veían, mordían y gruñían.

No era la primera vez que se acercaban tanto, cada que afuera fallaba su caza y que dejaban la primera puerta de defensa abierta, los demonios se paseaban cerca, demostrando como se saboreaban su sangre y entrañas, aunque no lograban alcanzarlos. Terminaban yéndose decepcionados y desesperados, maldiciendo con la amenaza de que no estarían a salvo por siempre.

Como esta noche.

En la desesperación, hambre y perversión de los demonios, que no habían logrado cazar nada por fuera, encontraron una zona débil de la reja que los resguardaba. Uno por uno los viste entrar. Uno por uno comenzó a encajar sus colmillo y garras en la piel de los jóvenes que no lograron correr a tiempo.

El caos se levantó alrededor, los gritos te aturdían, el correr desesperado de esas jóvenes almas que pedían ayuda, se atropellaban entre sí en medio del pánico, terminaban estrellándose en las rejas, las paredes, los obstáculos. Aleteaban sin cesar, corrían como podían en un espacio tan chico del que sabías no podían huir.

La sangre fluyó al desgarrar la piel, los huesos se quebraron dentro de las poderosas mandíbulas de los demonios, pelos y restos volaron con el aleteo de los que quedaban.

Decidiste que no podías quedarte más, también te iban a atrapar. Aun viendo como aquellos con los que peleaste, dormiste, escuchaste por tantos meses, se quedaban sin aliento o eran devorados por completo por los demonios; saltaste e intentaste huir.

Uno de ellos te notó, no había dejado de vigilarte; cuando corriste, él corrió detrás de ti. Tan rápido como tus piernas te lo permitían, huiste del demonio, gritaste e intentaste defenderte cuando más cerca lo tuviste, sintiendo su aliento mezclado con saliva y sangre sobre tu nuca. Hasta que te alcanzó.

Sus zancadas eran mucho mayores que las tuyas, cuatro patas corren más rápido que dos. Sus colmillos se clavaron en tu lomo, rasgando la piel de manera dolorosa. Cuando su pesada garra quedó sobre donde había mordido la primera vez, usó sus fauces para comenzar a arrancarte lo que cubría tu cuello.


Te quedas inmóvil unos segundos llenos de dolor hasta que sientes el peso sobre tu espalda aligerarse un poco, por lo que te mueves hasta que escapas. Vuelves a correr, no sabes en qué parte estás o a dónde ir, sólo corres hasta que te cae encima de nuevo.

Más dolor, el miedo te hace sentir que tu corazón podría explotar en cualquier momento junto a tus pulmones. Tu vista se nubla, tus oídos zumban, los gritos de los demás casi no los escuchas ya. Estabas por darte por vencido cuando el demonio te libera unos segundos para dar el tiro de gracia, sin embargo, también es tu oportunidad.

Nuevamente corres, más rápido que nunca, la adrenalina te evita darte cuenta del dolor, aunque sientes el viento frío sobre tu cuello desnudo y tu espalda. Corres hacia la puerta abierta, de ahí vienen ellos, pero también aparecen por ahí los que por todo ese tiempo te han cuidado y alimentado. No obstante, en medio de la oscuridad, todo está solo.

No están los que te podrían haber protegido, no están los que te habrían curado. Por eso no te detienes, corres, aunque ya no escuchas los jadeos del demonio.

Corres y sigues corriendo, el entorno ya no lo reconoces, lo cual poco te importa si significa dejar atrás a los demonios que ya debieron haber devorado a todos pues ya no hay más gritos. Encuentras un espacio entre una enredadera, entras y te encoges rogando porque no sigan tu rastro.

Te duele la piel, te duele por dentro. El miedo no se va, los gruñidos de los demonios, su olor, su aspecto están grabados en ti. No puedes cerrar los ojos sin verlos, sin escucharlos a ellos y a las otras pobres almas que no pudieron huir como tú, cuyos gritos de ayuda no fueron escuchados por nadie.

A medida que la adrenalina abandona tu cuerpo, que el cansancio cobra su cuota por la velocidad que alcanzaste, cuando el estrés de tu mente va cediendo, aunque no se acaba; te dejas ir. Ya no quieres sentir más dolor, ya no quieres tener más miedo, que cada pequeño sonido que escuchas te ponga alerta; ya no quieres tener frío, ya no quieres estar cansado. Solo esperas que pronto te encuentren, te alivien el dolor y te hagan sentir seguro. Solo quieres que todo haya sido un mal sueño.

Esperas mientras la llama de tu vida se va agotando, en soledad y oscuridad, con dolor y tristeza. Nadie te salvó.

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