martes, 5 de febrero de 2019

Odio soñar

De verdad lo odio. Exceptuando las casi nulas veces en que los sueños me dan material eficiente para escribir; las ocasiones en las que soy capaz de recordar lo que soñé al despertar, siempre me dan color de cabeza y una pesadez que me hace mucho más difícil levantarme.

No son pesadillas, no recuerdo cuándo fue la última vez que tuve una, sólo son sueños que cuando me despierto me dejan en una molesta confusión de no saber con certeza si ya estoy fuera de ellos o no. Es algo que no puedo describir muy bien, no sé si realmente son muy vívidos o mi mente se los creé como tal o lo que sea, no me gusta despertar después, es casi hasta doloroso y agotador.

Y siempre han sido variados, con gente que obviamente no recuerdo haber visto antes, sucesos que no tienen sentido que ocurran, lugares mezclados entre reales e inventados. Creo que mi molestia por los sueños es por la falta de lógica, esa lógica que siempre aclamo y me aferro a ella como si fuera lo único que me mantiene viva o cuerda. Sin lógica o realismo en los sueños ¿a qué me puedo afianzar?

Pero bueno, eso sólo fue un extra pues después del sueño de hoy decidí que voy a escribirlos. Muchos serán bizarros, llegarán a preguntarse que tan sociópata soy pues, déjenme advertirles, suelen tener temas algo delicados. Por ejemplo el que dejaré en la siguiente entrada, el sueño de hoy y que me llevó a esto, aunque ha sido uno de los más tranquilos.

Aunque no todos lo son, por ello deseo usar esos estúpidos sueños y el malestar que causan en mí para usarlos de excusa y escribir, pues siento que no lo he hecho en mucho tiempo, haciéndome perder la poca habilidad que creía tener. Si eso llegara a pasar, si ya no pudiera escribir nunca más, entonces sí sería peor que perder la lógica en mis sueños.



Un pedazo del sueño que tres días antes, para que no asusten.

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Las calles estaban llenas de gente, si no estuviera segura de la fecha del día, habría pensado que se encontraba a mitad de diciembre, con la euforia de la gente al realizar sus compras para el tan esperado veinticinco.

La avenida era ancha, rodeada por doquier por gigantes plazas comerciales, por restaurantes y unos pocos edificios de negocios. Los coches avanzaban por el camino a velocidades que demostraban la falta de los semáforos, o al menos eso parecía, haciendo que se preguntara cómo era posible ir de una acera a la otra si la tienda que buscabas no estaba en la que caminaba.

Fuera de eso, se mantuvo mirando los aparadores, la gente con sus bolsas, tratando de ignorar el bullicio típico de ese tipo de lugares. Le dolían los pies, sentía la garganta seca, la espalda agotada y un dolor punzante dentro de su cabeza, aunque este aún era lo suficientemente ligero como permitir que el mal humor no atacara a su familia.

Cuando creyó que el hartazgo sacaría lo peor de sí, su hermana señaló un restaurante de apariencia muy refinada. El color principal era el café, tonos variantes de este iluminaban las decoraciones, los uniformes del personal e incluso algunos de los platillos que veían ya servidos en los comensales. No era la cafetería de la esquina, no una fonda o algo similar, sino un lugar exclusivo donde los precios de todo seguramente alcanzarían los tres dígitos. 

A pesar de ello, los cuatro se acercaron al recibidor en espera de su mesa. ¿Por qué? Porque tenían hambre de un postre, obviamente.

Con una sonrisa amable, el jefe de piso los guió hacia su mesa, un gabinete circular que bien podría acoger ocho personas, no a ellos cuatro. Sin embargo no se quejaron, en silencio se distribuyeron en solo lado del espacioso lugar.

¿Había carta? ¿Cuándo tomaron la orden? ¿Qué pidió? Sin la respuesta a esas incógnitas, esperó por la llegada de su postre mientras hablaba de algo con su hermana. Al tratar de descifrar lo que le estaba comentado, al lugar llegó el mesero con lo que parecía un pastel de tres chocolates.

Se veía delicioso, no sabía si lo había pedido o si le gustaría, únicamente estaba el hecho de que lo quería probar. No obstante, el mesero detuvo la entrega a unos centímetros de sí mismo.

-Una disculpa, parece que erré la orden ¿no es cierto?

-Sí, nosotros no pedimos eso -respondió su madre amablemente, lo que llevó al trabajador a retraer por completo el postre, sacar una bolsa de plástico de su bolsillo y vaciarlo adentro como un desperdicio. Con una disculpa, se dio la vuelta para traer lo que sí habían pedido.

-Qué desperdicio -dijeron los cuatro casi al unísono, sintiendo una indignación y confusión clara.

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Y sí, ahí terminó mi sueño y yo desperté como ¿Qué demonios?.

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