Todo
el tiempo siempre estuvo ahí. Siempre me pregunté por qué mi personalidad había
cambiado tan drásticamente, qué había hecho que de ser un niño casi
extrovertido que demostraba su cariño fácilmente pasara a un chico introvertido
y frío.
Cuando
pensaba en ello me decía que había sido por aquel chico cuya personalidad era
tan horrible y molesta que había preferido mantenerme tan invisible como
pudiera para evitar ser molestado por él. Además no estaba tan mal ser así, no
tendría amigos falsos, no me tenía que preocupar por agradarle a alguien, no me
metía en problemas y podía estar solo con mis pensamientos e ideas sobre cosas
que a nadie más parecían gustarle.
Así
me mentí y así quise seguir a pesar de la vez en que ese chico desagradable se
burló de mi aislamiento. No sé si lo que hizo despertó ese quedo deseo por
conocer a personas que me comprendieran, personas que pudiera llamar mejores
amigos o en los que pudiera confiar de verdad, sólo sé que el final de la
secundaria mi mente estaba entre eso, mantener las calificaciones altas, que
noté que podía sacar, y pensar en mi futuro cuando cambiara de escuela.
Mientras
tanto, con mi familia, cambié de forma en que mis frases más repetitivas se
volvieron: no sé, ya me aburrí, lo siento, no.
Hiciera
lo que hiciera, terminaba dejando todo lo que en algún momento me entretenía porque
disminuía mi interés, sin importar cuántas veces cambiara lo que hacía. Hasta
que encontré mi refugio, comencé a escribir para escapar de mi realidad cuando
los libros se me terminaban. Fue tan reconfortante encontrarlo, centrarme en ello
y encontrar un tipo de creatividad e imaginación que creí no tener.
Junto
a ese descubrimiento llegó la primera peor etapa de mi vida. Alejé a mi
familia, creé muros alrededor de mí que lastimaban a los que me amaban y
querían estar conmigo. Aún hoy siento que esos muros nunca desaparecieron
aunque el daño que hacían era menor. Mi humor era un asco, me enojaba sin
motivos, le gritaba a mi familia y los hacía enojar, me ignoraban, los
ignoraba; entonces lloraba, el dolor de esa soledad era insoportable, tragaba
mi estúpido y sobre estimulado orgullo y me disculpaba. El daño siempre quedaba
hecho.
Una
y otra vez lo mismo, dañaba, me arrepentía, no entendía mi comportamiento, me
encerraba.
Poco
antes del cambio siguiente, tal vez lo que lo desencadenó junto a la edad, mis
padres sugirieron un psicólogo. Me enojé por la idea de que me llamaran loco y
demente, me dolió que eso pensaran que era la única salida. Logré salvarme por
poco, siempre pensé que ir en busca de esa ayuda me cambiaría, y yo no quería
más cambios.
Entrando
a la preparatoria creí que todo sería mejor, que encontraría amigos, me
sentiría mayor y el resto no cambiaría para mal. Cuando mis padres liberaron la
presión que habían tenido por tanto tiempo, todo en mí se rindió y lo que no
había visto cayó sobre mí como agua fría.
Incontables
veces pensé en aquella palabra que tanto me dolía cuando mis padres me la
decían: mediocre. No quería serlo, odiaba pensarlo y saber que ellos lo
pensaban aunque ya no me lo dijeran, sin embargo ya no podía dejar de serlo.
Cuanto más trataba de alejarme de ella, más sentía que caía hacia ella, nada
funcionaba ni funcionó.
Cuando
los conocí, cuando comenzamos a reunirnos, pensé que tal vez aliviarían esa
frialdad que cayó en mí, esa tormentosa lluvia que no se detenía. Quise soñar
que me ayudarían, aun si no era instantáneo, esperaría por el día en que las
nubes grises se fueran. Había días en que estar con ellos era el refugio
suficiente de lo que ocurría en mí, y también los había en los que el agua
entraba aún en ese refugio.
Quise
armar otro refugio, me fui con esos chicos un año mayores a calmar la tormenta
y así no preocupar a los cinco, debió haber funcionado bien si nunca
preguntaron nada. Ojalá no se atormenten después por eso, porque no lo notaron.
Logré
salir de la prepa, después de haber cansado a mis padres con la sugerencia
diaria de no ir a clases y sólo dormir. Y en la carrera todo siguió saliéndose
de control. Ya no eran seis en mis calificaciones, eran cincos, recurses y extraordinarios,
la mediocridad fue tanta como el dolor por ella y la desesperanza por no poder
cambiarlo
Samantha
la creí una luz, creí que volvería a ser el de antes porque ella me ayudaría a
mejorar. La amaba tanto, cuando la vi ser tan buena amiga de mis amigos fue
como una leve esperanza en que no todo estaba perdido. Así lo fue los primeros
dos años hasta que la palabra aburrido
volvió a mi mente.
Mis
esfuerzos se detuvieron, mi amor por ella disminuyó tanto que en el momento en
que me dijo que si no mejoraba romperíamos, algo en mí me dejó respirar de
nuevo. No la odiaba, aún la quería y la admiraba, sólo que yo ya no era a quien
ella debía querer.
Separarme
de los cinco fue menos gratificante aunque me evitaba tener que estar ocultando
mi verdadero ser. Los quería seguir viendo, deseaba salir con ellos y platicar
por horas o jugar como antes; no obstante nunca intenté hablarles, estarían
ocupados con sus carreras y nuevos amigos, no me necesitaban como yo a ellos.
Sólo Tom nunca me dejó de hablar, tal vez pasáramos semanas o meses sin hablar,
mas cuando lo hacíamos era volver al pasado, nuestra relación nunca se complicó
ni cuando me dijo que le había gustado desde preparatoria.
Después
conocí a Gabriel. En realidad él me habló primero, fue quien se fijó en mí y me
habló hasta que yo dejé de ver mi vida sin él. Era como la persona que siempre
busqué, alguien que comprendiera mis gustos, con quien pudiera hablar de todo por
una confianza completa. A Tom podía ocultarle cosas como mis problemas
existenciales pero con Gabriel, aunque no hablaba como tal de ellos, no tenía
que pretender al cien por ciento; me daba mi espacio, muy a su pesar, y
esperaba, soportaba y continuaba.
Era
perfecto, estaba tan cómodo con él que cuando el desinterés regresó rogué,
deseé y traté de ignorarlo. No quería lastimar a la persona que mejor me
conocía, pensé que explicarle lo que me pasaba y pedirle un poco de distancia
me ayudaría a volver a quererlo como antes, sin embargo no fue así.
Dejé
de quererlo como mi pareja, como amigo estaba bien o eso quería pensar. Él no
lo quería, me necesitaba por muchas razones y no quería que fuera de nadie más;
lo entendía, y aunque me dolía lastimarlo con mi indiferencia, no pude
detenerme. Lo nuestro se volvió un veneno para ambos, él aferrado a no dejarme
a pesar de lo que le hiciera y yo cansado de que ya no podía amarlo como antes,
cansado de odiarme por lo que le hacía.
Pensé
que estaba bien, pensé en dejar que el dolor me consumiera a mí mientras me
esforzaba por tratarlo bien, él no merecía menos. Por eso lo pensé y le di
fecha por fin. Si no podía dejarlo sin seguir viéndolo sufrir, entonces me iría
para no verlo.
Porque
ese escape era el único. Me apresuré y esforcé para graduarme y titularme pues
era un regalo que quería dejarle a mis padres, para que creyeran que la
mediocridad no me había terminado por completo.
Veintitrés
años, lo tenía todo planeado. Cómo, dónde, cuándo, en qué momento. Estaba
nervioso, por fin haría aquello que había comenzado a planear desde ocho años
atrás. Terminé con Gabriel definitivamente aunque le pedí que fuera aún mi
amigo, y cuando trataba de escribir mis despedidas llegó a mí el pensamiento
que me detuvo.
¿Cómo
le dices a tus padres, esas dos personas que te criaron con amor, esfuerzos,
sacrificios y orgullo, que inconscientemente desde los doce años te quieres
morir? ¿Cómo puedes explicarles que ya no deseas seguir vivo porque ya nada te
interesa? ¿Cómo tratas de convencer a tu hermanita que era algo necesario y la
única salida? ¿Cómo te despides de esos amigos que te dieron los mejores días y
horas?
Mis
padres y mi hermana habían salido a hacer las compras, cuando regresaron y
entraron bajé de mi cuarto para abrazarme a mi mamá diciéndole algo que creí
nunca diría, que el orgullo no me había permitido decir ni el miedo.
—Mamá,
por favor, ayúdame. Papá te lo ruego, perdóname… Me quiero morir, quiero morir.
Se
asustaron, tanto por mis palabras como por la cortada que hice en mi brazo
izquierdo desde el final de la palma de mi mano izquierda hasta el inicio de mi
axila. La sangre y las lágrimas me noquearon en unos minutos en los que me
llevaron al hospital para que luego mi visita al psicólogo por fin se diera.
Fueron
dos meses muy pesados, los tres no dejaban de observarme, de preguntarme cómo
estaba y pedirme que hablara con ellos. Las medicinas controlaron muchas de mis
respuestas, me sentí diferente y no lo odiaba aunque tampoco me agradaba.
En
un año los convencí de que ya estaba mejor, me dejaron de vigilar a la hora de
las medicinas, dejaron que me volviera a quedar solo y confiaron de nuevo en
mí. Nunca le dije nada a Gabriel, menos a Tom o al resto, estaba avergonzado de
mi cobardía por no haberme matado y por haberlo pensado.
No
estaba seguro de lo que sería de mi en el futuro, me concentré en el trabajo
que encontré, ocupándome al límite para evitar esos pensamientos. Creí que lo
lograría hasta el día de mi cumpleaños número veinticinco, de nuevo despertó el
deseo de detener todo, dejé de tomar las medicinas sin que lo notaran, esta vez
ya no pediría ayuda pues no servía de nada, el desinterés seguía en mí.
Lo
aplacé, la reunión con aquellos que tanto extrañaba se planeó y esperé porque
me detuviera, me diera nueva fuerza y esperanza, mas nada ocurrió durante ese
mes de planeación en que todos los días leía lo que escribían.
Cancelé
al último momento, al mandar ese mensaje de mentira supe que ya no me
detendría. Avisando que iría a la tienda, salí de mi casa a la zona de
edificios más cercana, revisé que llevara mi identificación sin nada más importante.
Subir
al techo no fue difícil, sólo tuve que aparentar ser conocido del que vivía en
uno de los departamentos del quinto piso, después sólo fue abrir la entrada a
la azotea y quedarme en el límite del techo. Nunca había tenido vértigo por las
alturas hasta ese día, tuve miedo de lo que haría por el dolor que podría
sentir, la mayoría de las veces en que detuve mis intentos fue por ese miedo. Tardé
más de diez minutos con el corazón acelerado y las manos sudorosas hasta
recibir la llamada de mis amigos.
A
tiempo corté su alegre conversación pues las lágrimas ya me habían traicionado,
no pude evitar pensar en lo desagradecido que estaba siendo con ellos o mi
familia ya que lo único que dejé escrito fue aquella entrada de mi blog y mis
disculpas a mis padres en un papel sobre mi escritorio.
Cerrando
los ojos salté. Un terror me hizo gritar los últimos segundos de camino al
suelo, después todo se calmó y silenció.
Desperté
confundido, adolorido y, finalmente, decepcionado. Seguía vivo.
Escuchaba
el sonido del monitor de signos vitales, olía el conocido aroma de los
hospitales, la luz artificial del lugar me provocó un dolor indescriptible
detrás de mis ojos, sentí el tubo de mi nariz a la boca que debía alimentarme.
Había otros pacientes alrededor aunque la cortina de mi espacio los cubría, no
había visitas ni enfermeras ni doctores, lo que me ayudó a decidirme.
No
quería enfrentar a mis padres ni mi hermana, a nadie, así que cerré las
cortinas cojeando por los yesos y el dolor después de arrancar la sonda que
estuvo por hacerme vomitar. Dejé pegado a mí el aparato que me conectaba a la
máquina de los signos, quité la sábana de la cama y la até al porta sueros tan
firme como mis manos heridas me permitieron. De nuevo mi corazón latía con
velocidad, todo me temblaba por el miedo de ser descubierto antes de terminar
así que sin dudarlo até el otro extremo de la sábana a mi cuello y me dejé
caer.
Sofocarse
fue desesperante, mi cuerpo trató de levantarse para detenerlo y respirar, sin
embargo mi voluntad fue mayor. La falta de oxígeno me durmió antes de matarme.
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